domingo, 2 de mayo de 2010

Pies de pizzero a domicilio (Parte 4)

Anaís parecía que se ahogaba ahora bajo la mordaza, ya que de sus ojos volvían a salir lágrimas y de su garganta gemidos lastimosos por ver, seguro, sobre todo el calvario que estaba pasando su novio Aniol. Yo todavía sujetaba el tobillo derecho de Aniol, con menos fuerza, y le miraba la planta del pie: larga, varonil y olorosa. Aniol tragó saliva, con una mirada al vacío llena de desánimo por unos instantes. Después, los ojos verdes de Aniol, reflejando un odio desmesurado, se clavaron en mí mientras me preguntaba:

-¿Cómo sé que no nos vais a matar igualmente? Lo que nos estáis haciendo…, por lo que me estás haciendo vas a ir a chirona…, ¡vais a ir los dos si yo no os reviento a hostias antes!

Sonreí de buen humor, sin importarme esas palabras. Para demostrarlo, acerqué mi nariz a la planta del pie derecho de Aniol y la olfateé otra vez con el fin de sentir más y más su peste. Acto seguido, me decidí a contestar al asqueado y furioso Aniol diciéndole de forma irónica:

-Sí, sí, claro, Aniol… A la cárcel sin antecedentes y con esta simpleza que estamos haciendo… Aunque, sí, siempre podríamos ir a la cárcel si nos vemos obligados a matar a Anaís. Así que yo que tú no me arriesgaría, Aniol, porque estamos dispuestos a ir a la cárcel si hace falta.

Solté de pronto el tobillo derecho de Aniol y permití por milésimas de segundo que el chico, mi Aniol, apoyara en el suelo otra vez sus pies descalzos, ambos. Pero enseguida agarré el tobillo izquierdo de Aniol para tener ante mi cara la planta de su otro pie, el que tenía el espacio entre el dedo pequeño y el siguiente bien escocido, mientras él me insultaba exclamando por enésima vez:

-¡Hijo de puta!

Yo esnifé primero aquella planta del pie izquierdo de Aniol, sonriendo de gusto. Luego, observando la cara enrojecida y horrorizada de Aniol, le advertí informativamente:

-Tú ve insultando, Aniol. Pero ahora te voy a rascar la planta de este otro pie descalzo para dejártelo libre de hilitos de algodón.

Aniol hizo un gesto con la cabeza y los ojos hacia arriba, al techo, poniendo cara de desesperación y de agobio. El pobre Aniol estaba dispuesto a no mirar, a no contemplar lo que yo iba a repetir, ahora, con la planta de su pie izquierdo, descalzo. Rasqué con la uña de mi mano sobre la bolita del dedo gordo del pie de Aniol, también llena de impurezas de algodón. Después pasé la mano por encima del resto de dedos del pie de Aniol, con el objetivo de esparcir y echar fuera cualquier otra pelusilla de algodón proveniente, claro está, del calcetín. El talón y alguna de las zonas centrales de aquella planta del pie descalzo de Aniol fueron, igualmente, el blanco de mis dedos que iban quitando pisquitos y tocando la blanda y sensible piel con tanta diligencia como si se tratara de una operación quirúrgica de vital importancia. Aniol, ante aquel tocamiento leve que yo le hacía a la planta de su pie desnudo, no pudo evitar el hecho de acabar mirándome fijamente, callado y taciturno, con el semblante serio y asqueado, como si quisiera llegar a descubrir los entresijos de mi mente, seguramente que enferma para él, y del porqué no paraba de hacerle esas cosas a sus pies descalzados. Diría que pasó más de un minuto hasta que los dedos de mi mano no se alejaron solo por un instante de la planta del pie izquierdo de Aniol. Ahora solo me dediqué a contemplar la planta de ese pie desnudo de Aniol y, en concreto, una zona: el espacio enrojecido, escocido, entre el dedo pequeño y el siguiente. Reí burleta, chulesco y picarón a la vez que de forma totalmente improvisada pasé un dedo de mi mano entre los dedos del pie izquierdo y descalzo de Aniol, por esa zona escocida. El tacto fue delicioso: había una cierta viscosidad y humedad entre esos dedos del pie de Aniol. Luego, saqué mi dedo de allí y lo acerqué a mi nariz. ¡Oh, que peste tan característico, por una falta de ventilación total y fuera de lo común, en aquella nafra mal cuidada que formaba el espacio escocido entre los dedos del pie izquierdo de Aniol (el pequeño y el siguiente)! Mi boca se abrió y saboreé con la lengua ese jugo oloroso y viscoso de porquería, sudor y quién sabe qué otro tipo de caldillo, que había quedado impregnado en el dedo de mi mano, proveniente de entre los dedos del pie izquierdo y desnudo de mi Aniol. El chico, Aniol, arqueó los dedos de su pie izquierdo de nuevo y empujó su pierna encarcelada hacia atrás, haciendo palanca en el suelo con los dedos de su otro pie descalzo, como refuerzo desesperado. Al parecer, Aniol no llevaba bien eso de verme hacer “guarrerías” con sus pies descalzos y se había vuelto a enfurecer, humillado. ¡Y lo que le quedaba! Hablé entonces, manteniendo la sonrisa, a Aniol comentándole divertidísimo:

-¡Pobre, Aniol! Tus enormes pies sudan tanto…, tanto que a parte de la fetidez, te han dejado escocido el espacio entre estos deditos… ¡Y qué rica sabe la “cosa” húmeda y apestosa que sale de ellos! ¡Oh, qué agradecido te estoy, Aniol, por no haberte lavado los pies como los chicos buenos! ¡Tantas zapatillas de deporte y tanto calcetín sin cambiar y mira lo que provoca…! ¡Y te debe picar!

El dedo de mi mano se metió entonces por entre el dedo pequeño y el siguiente del pie izquierdo de Aniol y así fregué y fregué por la piel resbalosa y enrojecida. Aniol no dejó de revolverse, moviendo la pierna que yo le agarraba por el tobillo y arqueando también los dedos del pie izquierdo, y, totalmente fuera de si y con el ceño fruncido y una mueca de rabia, me gritó:

-¡Paraaa! ¡Majara de mierda! ¡Déjame los pies ya y no te metas en lo que no te importa! ¡Aquí el único guarro y, además, pervertido y demente eres tú, cabrón!

Parecía que Aniol estaba cada vez más avergonzado e iracundo ante mis palabras y se notaba que su orgullo y su amor propio se encontraban heridos al haberme metido en la higiene de sus pies, algo que él seguro que habría querido mantener en su intimidad. Yo saqué acto seguido el dedo de mi mano de entre la zona escocida del pie izquierdo de Aniol y después, acaricié con la mano entera la superficie carnosa, desde el talón hasta los dedos, de esa planta sudada del pie izquierdo y desnudo de Aniol. A causa de aquello, Aniol no paró de estremecerse y de arrugar y arquear más y más la planta del pie descalzo, poniendo cara de asco y de horror. Yo sonreí con mi picardía ya habitual y le insistí a Aniol:

-¡Vamos, Aniol! Reconócelo… El cochinote eres tú… Que me escondías los pies debajo de las bambas y los calcetines, cuando necesitan de mis cuidados. Sí, tienes las plantas de los pies suaves, bellas y perfectas…, pero esos dedos escocidos por los lados y ese peste a queso roquefort me indican falta de lavado. ¿Cuánto hace que no te lavas los pies, Aniol?

Aniol tembló, aún más lleno de rabia, y me espetó a pleno pulmón:

-¡Joder, joder! ¡Esto no puede ser verdad! ¡Ya te he dicho que pares…, marica asqueroso, freak de mierda! ¡Si me lavo o no me lavo los pies no es de tu puta incumbencia! ¡Así que no me toques ni me olisquees más los malditos pies, cabronazo!

Reí entre dientes y paré de acariciar la planta del pie izquierdo de Aniol. A continuación, dejé de agarrar el tobillo izquierdo de Aniol pero en cambio, empujé la planta del pie izquierdo de mi Aniol con la palma de esa mano para evitar que la apoyara en el suelo y, con la otra mano, empujé hacia arriba el pie derecho del chico, cogiéndolo por los cinco dedos. Mi buen humor crecía y por esa razón le dije en tono de burla a Aniol:

-Bueno, Aniol, no te obligaré a que me digas cuánto hace que no te lavas los pies, aunque podría hacerlo… Pero sí que quiero que subas los pies arriba al colchón, y con las plantas mirando a mí. ¡Venga!

Aniol no podía ocultar su cara de asombro y de cierto temor ante aquella última oscura orden que yo le hacía. Empujé y empujé las plantas de los pies de Aniol, notando su tacto húmedo, blando y vulnerable, hasta que el propio Aniol empezó a dejar de hacer fuerza hacia abajo con las piernas, aunque todavía me murmuró:

-Estás loco… Ya vasta…

-¡Vamos! ¡Mueve el culo hacia atrás en el colchón, Aniol!- empecé a explicarle a Aniol interrumpiéndolo –Hace mucho calor, como ya te he dicho antes, y ahora te voy a hacer un buen masaje en tus pies sudados y que te he descalzado por tu bien.

Aniol me miró furioso y a la vez atónito con sus ojos verdes. Pero a pesar de que Aniol ya no hacía fuerza hacia abajo con sus piernas, tampoco las acababa de subir arriba al colchón ni trasladaba su trasero hacia atrás, seguramente que por orgullo y también por la impresión que generaban en él mis palabras. Yo hice uso de nuevo de mi autoridad e insistí empujando hacia arriba las plantas de los pies desnudos y sudados de Aniol a la par que le recordaba:

-Piensa en Anaís, Aniol. ¿Qué prefieres, que de momento le disloque un brazo con mis manos o que le dispare a una pierna como tenía pensado en un principio…?

-Hijo de puta, cabrón… Te estás aprovechando… Si no fuera por la vida y la seguridad de Anaís, ¡no dejaría que me hicieras todo esto!- exclamó el enfurecido Aniol.

Anaís volvía a llorar. Seguro que las palabras de su novio Aniol habían hecho mella en ella, recordándole que había sido un cebo para tenerlo a él retenido y humillado “fetichistamente” de aquella manera. Y Aniol, de forma paralela, ya retrocedía con el culo en el colchón, lentamente, subiendo las piernas y los pies, mirándome tembloroso y más bajo de defensas al escuchar de fondo el llanto de Anaís, ahogado por la mordaza. Yo contemplaba satisfecho como los talones de Aniol ya tocaban por la zona del tendón de Aquiles el colchón, con las plantas de los pies de cara a mí. ¡Oh, esas plantas de los pies descalzos de Aniol…, con sus dedos largos y a la vez carnosos apuntando al techo, me llamaban a gritos! Así que cuando Aniol dejó de moverse y tenía las plantas de los pies justo encima del colchón pero bien exactamente en el borde de la cama, acerqué mis manos deseosas de placer. Aunque Aniol no se movía de allí, con las piernas estiradas en la cama, sí que su cuerpo temblaba de nerviosismo, y más cuando se decidió a hablarme claro pidiéndome:

-¡No…no lo hagas! ¡Deja estas mariconadas ya! ¡Yo no soy gay…!

-Pero tú, Aniol, estás muy bueno- inicié un discurso que interrumpía el de Aniol –Te lo digo porque parece que estamos aquí hablando como idiotas de obviedades.

Aniol puso otra vez cara de rabia y de odio, al comprobar, seguro, como yo me quedaba con él, vacilándole y no importándome aquel último razonamiento estúpido. Ni con furia ni orgullo, ni con palabras más pausadas y lastimosas…, Aniol era mío y nada me iba a convencer de lo contrario. Sin embargo, Aniol volvió a recuperar fuerzas y sacó su cara más viril y reaccionaria. En concreto, Aniol dobló las rodillas y puso las plantas de sus pies descalzos pisando el colchón, dejándome a mí solo con la visión de la parte de arriba de sus pies: aquellas uñas bien cortas y cuidadas en aquellos dedos largos, el vello moreno y no demasiado abundante, las venas que se le marcaban de forma muy varonil… Mi reacción no se hizo esperar. Aniol me miraba furioso y callado, manteniendo una rebeldía que no le serviría de nada y se lo quería demostrar cuanto antes. Agarré los pies de Aniol por los tobillos y lo obligué, ejerciendo presión y empujando, a que volviera a estirar las piernas en el colchón. Aniol arqueó un poco los dedos de los pies en modo de resistencia, tocando con las uñas de esos pies el colchón. Pero yo logré al final que Aniol tuviera nuevamente las piernas estiradas y las grandes y vulnerables plantas de sus pies descalzos de cara a mí. Mi sonrisa victoriosa no tardó en aparecer y mis manos tocaron cada uno de los talones rojizos de las plantas de los pies de Aniol. Fue un toque leve pero Aniol ya se estremeció, moviendo casi imperceptiblemente (de lo rápido que lo hizo) los cinco dedos del pie derecho, mientras que yo le decía con voz dulce:

-¡Tranqui, Aniol! No seas malo y deja que te masajee las plantas de los pies…

Acto seguido, todos los dedos de mis manos hicieron movimientos circulares en las dos enormes plantas de los pies descalzos de Aniol. Empezaron por los talones desnudos de Aniol y fueron siguiendo los surcos suaves y las arrugas del resto de las plantas de sus pies. Yo iba notando los arcos perfectos de las plantas de los pies de Aniol y, más arriba, la humedad extrema y persistente por el sudor de la zona más carnosa y ovalada (e igualmente suave) de antes de llegar al inicio de los largos dedos de esos pies…, los pies descalzos de Aniol. El pobre Aniol hacía gestos de asco y no de placer, con la tez de la cara empezando a enrojecer y con sus sensuales labios entreabiertos y temblorosos, al igual como lo estaban sus piernas y sus fuertes brazos. Era vergüenza lo que Aniol sentía, seguro, y también incredulidad y horror crecientes por notar como yo me iba poniendo más y más cachondo, jadeando discretamente en voz baja. Y no era para menos, mis cinco dedos de cada mano se posaban en las enormes plantas de los pies desnudos de Aniol. ¡Era toda una delicia! Después del recorrido en movimientos circulares, volví a bajar sobre ambos talones de los pies descalzos de Aniol e inicié con mucho gusto unos pellizquitos dulces agarrando la piel suave y vulnerable. Fui subiendo por las plantas de los pies de Aniol, pellizco a pellizco y resquicio a resquicio, de vez en cuando resiguiendo las arrugas de esos pies de mi Aniol con alguno de mis dedos. Aniol no lo pudo soportar más y volvió a doblar las rodillas, aunque ahora solo un poco, cosa que hacía que las plantas de sus pies desnudos todavía estuvieran de cara a mí, pero con los dedos, ¡esos dedos largos de los pies de Aniol!, arqueados y arrugando por aquella contracción el resto de la superficie carnosa y apetecible de esas plantas de los pies. El objetivo de aquel movimiento de Aniol se había logrado momentáneamente: los dedos de mis manos habían dejado de tocar, acariciar y masajear las plantas de los pies descalzos de Aniol, porque éste las había alejado un poco de mí y del borde de la cama. Me relamí y Aniol me miró con rabia y nerviosismo, temblando y continuando con aquel arqueamiento de los dedos de sus pies. La piel de las plantas de los pies de Aniol, a la par que seguía arrugada, se hacía más blanquecina por alguna zona también a causa de la contracción. Aquel juego de colores era mágico y yo no dejaba de clavar la mirada. Entonces, Aniol se decidió a hablar de nuevo, en un tono que, aunque indignado, también tenía algo de suplicante, diciéndome:

-¡Marica de mierda…! ¡Cómo te puede poner hacerme esto…, hacerme esto en los pies! Ya es suficiente…, ¡me estás ridiculizando!

Mi risa fue ensordecedora y dejó a Aniol en silencio y contemplándome con furia y odio en su mirada. Pero no fue suficiente y quería desconcertar y enfurecer más a Aniol… De modo que acerqué la palma de mi mano derecha a mi nariz y la olí a fondo para sentir el peste a los pies sudados y descalzos de Aniol que había quedado impregnado en ella. A la vez que olía y esnifaba aquel hedor a los pies de Aniol, él, mi Aniol, ponía cara de asco y de repulsión. Yo no pude evitar espetar histriónicamente en voz alta:

-¡Mmmmh, Aniol! ¡Me encanta el olor de tus pies desnudos y suaves!

A continuación, acerqué mis manos nuevamente a los pies descalzos de Aniol. Pero esta vez los dedos de mis manos acariciaron la parte superior de los pies de Aniol: aquellas venas y aquel vello moreno que iban a parar a los dedos de los pies. Ahí, en los dedos de los pies de Aniol también toqué y noté el poco vello que se concentraba en ellos. E igualmente palpé las uñas cortas y bien cuidadas de esos largos dedos de los pies de Aniol. ¡Oh, cómo había deseado hacerle todo aquello a Aniol y a sus pies desde hacía tiempo, tanto tiempo! Aniol, notando aquel contacto ahora en la parte de arriba de sus pies, me gritó:

-¡Te deberían encerrar en un manicomio, puto enfermo pervertido!

Aquello me llegó hondo, muy hondo… Aniol me estaba llamando loco…, loco “de manicomio”… Pues sí, loco por sus pies, los pies descalzos de Aniol, y ahora iba a continuar con ellos, y sin miramientos. Aniol seguía con las rodillas medio dobladas y con los dedos de los pies apuntando en diagonal hacia el techo en vez de directamente como antes, cuando el chico tenía las piernas bien estiradas en el colchón. Daba igual porque aquella posición me servía para lo que ahora le quería hacer a Aniol. Una sonrisa muy amplia se formó en mi boca y entonces, acerqué mi mano izquierda a los dedos del pie izquierdo de Aniol y los fui cogiendo uno a uno. Empecé agarrando el dedo pequeño del pie izquierdo de Aniol y lo levanté un poco hacia arriba, metiendo después de paso, y otra vez, uno de los dedos de mi mano en el espacio de entre dedos de Aniol para notar la piel escocida y la pequeña rajita con líquido que se había abierto más al yo haber empujado hacia arriba el dedito del pie y por lo tanto, haber tensado esa piel enrojecida de más abajo. Luego continué con los otros cuatro dedos del pie izquierdo de Aniol, levantándolos hacia arriba levemente y comprobando su flexibilidad al doblarlos un poco y, finalmente, soltándolos y dejándolos así de nuevo en su sitio. Cuando acabé dejando en paz el dedo gordo del pie izquierdo de Aniol, el último de ese pie, inicié los mismos levantamientos con los dedos del pie derecho de mi Aniol, esta vez empezando por el dedo gordo… Aniol, nervioso y muy alterado, dobló todavía más la rodilla izquierda para pisar con la planta del pie izquierdo el colchón, pero no hizo lo mismo con el pie derecho con el que yo ahora estaba. ¿Tendría miedo que le rompiera un dedo del pie si lo movía? Probablemente. Pero Aniol no se pudo estar callado por más tiempo y mientras que yo ya le elevaba hacia arriba el dedo del pie derecho siguiente al dedo gordo, el que era por poco algo más bajo en altura que ese gordo, me preguntó indignado y con sarcasmo:

-¿Qué cojones estás haciendo ahora? ¿Te divierte esto, hijo de puta?

Iba por el tercer dedo del pie derecho de Aniol y solo me quedaban dos que no había tocado y levantado, los más pequeñines, y le contesté con malicia y sonriendo:

-Sí, Aniol, me divierte moverte y tocarte los dedos de tus pies descalzos…, ¡me divierte mucho!

Volví hacia atrás y metí un dedo de mi mano en el espacio entre el dedo gordo y el siguiente del pie derecho de Aniol, fregando allí durante unos segundos y sintiendo su sudor que sin embargo no había logrado arrasar en forma de enrojecimiento de escocimiento como sí en el espacio entre el dedo pequeño y el siguiente del pie izquierdo. Después, saqué el dedo y regresé a donde me había quedado: agarré dulcemente el penúltimo dedo del pie derecho de Aniol y lo doblé y también levanté hacia arriba. Aniol me miraba con rabia, apretando los labios en una mueca de contención e intento de hieratismo. Reí para mis adentros cuando cogí y levanté levemente el dedo pequeño del pie derecho de Aniol, el último que me faltaba por inspeccionar y disfrutar con el tacto. Aniol ni se imaginaba lo que vendría a continuación, ahora que ya dejé de tocar los dedos de sus pies descalzos. Anaís tenía los ojos bien abiertos, con las lágrimas secas en sus ojos, mientras temblaba bien atada y sujeta por Nacho, y era testigo directo de la escena. Aniol dobló la rodilla derecha y ahora pisaba también con la planta de su pie derecho el colchón de la cama. Los dedos de los pies desnudos de Aniol, con sus uñas perfectas y bien cuidadas, se arquearon de forma leve quedando tensos sobre el colchón. El silencio de Aniol y su mirada llena de ira eran el complemento perfecto para mostrarme que el chico, mi Aniol, estaba en un estado total de desconfianza y de alerta. Aquello dio lugar a que le dijera a Aniol sonriéndole y mirando descaradamente a sus pies descalzos:

-¿Qué pasa, Aniol? ¿Por qué alejas y escondes las plantas de tus pies de mí? ¿Crees que hemos acabado, iluso?

El orgullo y la virilidad de Aniol se fortalecieron cuando, mientras arqueaba más los dedos de sus pies sobre el colchón, me gritó:

-¡Eres un hijo de puta! No sabes con quién estás hablando… ¡Si estuviéramos en igualdad de condiciones, te dejaría rotos todos los huesos de tu cuerpo!

-Te repites mucho, demasiado…, Aniol, con eso de ir de matón y quererme linchar a hostias…- empecé a decirle al enfurecido Aniol –Tú mismo…, porque eso de ir de machito, Aniol, no solo me divierte que lo hagas…, ¡sino que me pone muy cachondo! Y ahora…, ¡te voy a lamer, chupar y besar tus pies descalzos, Aniol!

No di tiempo de reacción y mientras pronunciaba las últimas palabras de mi breve discurso, ya había agarrado los tobillos desnudos de Aniol y empujaba de ellos hacia mí. Aniol, con sus ojos verdes abiertos de espanto, hacía más que nunca palanca con los dedos de sus pies descalzos sobre el colchón, con el claro objetivo de mantener sus pies en aquel punto y alejados de mi lujuria fetichista.

-¡Nooo…!- se quejó Aniol, furioso y a la vez suplicante, a la par que veía como las fuerzas le abandonaban y yo conseguía ya estirarle las piernas sobre el colchón.

De esta forma, ya tenía otra vez los pies descalzos de Aniol a mi abasto, con las plantas suaves y blanditas de esos suculentos pies de mi Aniol de cara a mí. Era tan divertido haberle explicado a Aniol lo que le iba a hacer en sus pies descalzos y ver su cara de pánico y de horror ahora que le sujetaba los tobillos y abría mi boca… Fui bajando y bajando la cabeza y al fin me metí el dedo gordo del pie izquierdo de Aniol en la boca, entero. ¡Oh, qué placer! Tantas veces me había corrido ya y en aquellos instantes me volvía a correr saboreando con la lengua la piel salada del dedo gordo del pie izquierdo de Aniol. Aunque antes de sacar la boca de aquel dedo gordo del pie izquierdo de Aniol, rasqué con la lengua el contorno de la uña del dedo del pie de mi Aniol, cosa que fue gratificante. Aniol había enrojecido y ahora se movía más loco que nunca, agitándose hacia atrás, retorciendo el cuerpo e intentándose agarrar a los barrotes de la cama de detrás de su cabeza para así darse fuerzas para alejar sus pies descalzos de mí. Era en vano porque yo le agarraba a Aniol muy fuerte los tobillos y él no hacía más que jadear del esfuerzo, hasta que me chilló asqueado, histérico y tembloroso en el momento en que yo, después de chuparle el dedo gordo del pie izquierdo, le daba un beso en plena planta de ese pie izquierdo:

-¡Paaraaa…! ¡Por favor…, saca a Anaís de aquí, no quiero que vea esto!

Yo, habiendo también notado el hedor persistente de la planta del pie de Aniol con aquel beso, le contesté a la vez que me dirigía con mis labios a la parte de arriba de ese pie izquierdo de Aniol:

-No, Aniol. Anaís se queda aquí presente porque es nuestra garantía de que tú te dejarás, más o menos, chupar, lamer y besar tus pies descalzos.

Aniol cerró los ojos de la rabia, totalmente rojo de vergüenza y de los esfuerzos, y golpeó con los puños el colchón, al mismo tiempo en que yo le besaba el vello de la parte superior de su pie izquierdo y también la superficie dura de las uñas de ese pie. Después, en un tono que parecía casi un lloriqueo lastimoso de frustración, Aniol me volvió a hablar a gritos y arqueando los dedos de sus pies descalzos una y otra vez:

-¡Maldito maricaaa! ¡Deja de hacerme esto! ¡Déjame mis pies! ¡Aaaaaah!

Anaís volvió a llorar bajo la mordaza ante los chillidos histéricos de su novio Aniol. Y yo había vuelto de nuevo a la planta del pie izquierdo de Aniol y la besuqueaba desde el talón hasta la punta de los dedos de ese pie. Acto seguido, di unos lametazos a lo largo de aquella planta del pie izquierdo de Aniol, que estaba bien suave, enrojecida y, más que nunca, húmeda. Ante mis lametones a la planta de su pie izquierdo, Aniol se estremeció entero y continuó arqueando los dedos de ambos pies sin ningún tipo de control y simplemente gritando:

-¡Aaaaah! ¡Aaaaaa! ¡Asqueroso! ¡Pírate de aquí! ¡Suéltameeee!

Todo era inútil y después de aquellos lametones por la planta sudada del pie izquierdo de Aniol, di un beso al dedo gordo de ese pie izquierdo de mi Aniol, por la zona de la planta, para después elevar un poco más mis labios y… Sí, me fui metiendo uno por uno en la boca el resto de dedos del pie izquierdo de Aniol, saboreándolos bien mientras éstos se movían furiosos en mi paladar, repasando con la lengua el contorno de cada uña…, desde el siguiente al dedo gordo hasta el último y más pequeño de los dedos de aquel pie izquierdo de mi Aniol. Y el pobre Aniol gritaba y gritaba poseído, entreabriendo los ojos a veces pero mayormente manteniéndolos cerrados, y no parando de golpear con los puños en el colchón. Cuando terminé de chupar y rechupar el dedo pequeño del pie izquierdo de Aniol, miré al chico a la cara y le hice un gesto con la cabeza señalando su pie derecho y sonriendo. Aniol, no parando de temblar, y con la cara roja, sudada y de total sufrimiento, me suplicó:

-No…, por favor, el otro pie no…, ¡ya vasta, noooooo!

Pero yo no iba a parar y dejar a medias mi cometido. No… Mi cabeza se arrimó al pie derecho de Aniol y primero le besé el dedo gordo de ese pie, por la zona de la planta…, en aquella bolita suave y olorosa. Después bajé un poco los labios y besuqueé a lo largo de la planta del pie derecho y desnudo de Aniol, empezando por la zona abombada, carnosa y rojiza –la más cercana a los cinco dedos de ese pie-, siguiendo por la parte central de tonalidades más blanquecinas y acabando en el talón que volvía a ser rojizo. Aniol se revolvía más y más intentando echar las piernas para atrás, pero a mí todavía me quedaban fuerzas suficientes para sujetarle a mi deseado Aniol los tobillos. Mi lengua, irremediablemente, salió de mi boca cuando finalicé el besuqueo a la planta del pie derecho de Aniol. Los lengüetazos volvieron a encabritar a Aniol…., y esta vez de muy mala manera porque al sentir mi inquieta lengua recorriendo la planta de su pie derecho, al igual como ya lo había hecho con su no menos apetecible pie izquierdo, el chico levantó la cabeza y medio cuerpo del colchón de la cama donde retozaba desesperado y puso el puño en posición para intentar alcanzarme y darme un puñetazo. Por suerte yo me di cuenta a tiempo y no dudé en exclamar en voz alta para que el enfurecido Aniol me escuchara:

-¡Nacho! Ten a punto el gatillo de la pistola para dispararle a Anaís en una pierna, ya que creo que Aniol me quiere hacer pupa en vez de estarse bien sumiso y colaborador mientras yo le cuido sus pies descalzos.

Entonces, Aniol bajó el puño y lo clavó en el colchón, invirtiendo ahí toda la fuerza que habría querido utilizar para agredirme. La cara de Aniol mostraba rabia contenida y frustración, pero pronto cambió en forma de expresión de horror e incomodidad. Fue así porque yo empecé a mover mi lengua de forma muy rápida, de izquierda a derecha, pasándola a lo largo de toda la planta del pie derecho de Aniol. Si Aniol odiaba mis lengüetazos en la planta de su pie desnudo, ahora tendría que aguantar mi lengua acelerada y enloquecida de lujuria. Y de hecho, el pobre Aniol bajó el cuerpo en el colchón y volvió a retorcerse y a intentar apartar sus piernas, aprisionadas, hacia atrás. Los dedos de los pies descalzos de Aniol también regresaron a su movimiento intermitente de arquearse, ante el tacto de mi lengua (supersónica en velocidad) por toda la piel sensible de aquella planta del pie derecho de mi chico, de mi Aniol. Y entre gritos de esfuerzo y de desesperación y, como no, puñetazos en el colchón, Aniol no tardó en espetarme de forma muy dura:

-¡Hijo de puta pervertido…! ¡Para ya esta mierda, joder, aaah…! ¡Aparta tu maldita lengua de mi pieeee!

Pero yo iba a lo mío y subí con mi lengua sobre la bolita del tercer dedo del pie derecho de Aniol (el siguiente al dedo gordo y al segundo) para después pararme durante milésimas de segundo e iniciar un descenso en forma de lengüetazo en el, digamos…, reverso del pie: desde la punta de la uña hasta el fin del vello moreno y moderado y de las venas marcadas de aquella parte superior del pie derecho de mi Aniol. Al lengüetazo sobre la zona de arriba del pie derecho de Aniol siguieron unos cuantos besitos por mi parte. Mis labios besaron con dulzura, a poquito a poco, las uñas del pie derecho de Aniol y la más o menos suave piel de abajo, del resto del pie de Aniol (de aquel reverso respecto a la planta, claro): desde las partes más velludas hasta aquellas, la mayoría, libres de pelo. Aniol, esta vez mirándome con los ojos bien abiertos, se mostraba nervioso, exasperado…, pero ya no tan furioso, a pesar de que seguía arqueando los dedos de sus pies descalzos y retorcía las piernas y el cuerpo hacia atrás para librarse de mí. La humillación y el ridículo, me pareció, habían devorado gran parte de la resistencia y de la rabia del pobre y descalzado Aniol. Esta sensación mía se corroboró cuando me decidí a chupar el dedo gordo del pie derecho de Aniol, metiéndomelo entero en mi boca. Entonces, Aniol, al verme y notar como yo chupaba y rechupaba el dedo gordo de su pie derecho, se echó las manos a la cara, recostando la cabeza en el colchón, y murmuró en una súplica que casi sonaba a llanto sin serlo:

-¡No, no, no…, por favor!

Creo que Aniol quería desconectar por unos segundos de aquella situación surrealista que estaba viviendo. Y por eso, Aniol se refregó la cara con las palmas de sus manos, poniéndome voz de fastidio y casi de niño marraneando y a punto de la llantina. Yo reseguía con la lengua el contorno de la uña del dedo gordo del pie derecho de Aniol en el momento en que éste, mi Aniol, se descubrió la cara, bien roja y sudada pero sin una sola lágrima. ¡Claro, el muy macho de Aniol…! Y encima, Aniol volvió a recobrar parte de su rabia y se revolvió con más fuerzas y ansias en el colchón, con los codos de sus brazos clavados en él y enseñándome sus dientes perfectos que prácticamente rechinaban de la furia y del esfuerzo. Los dedos de ambos pies desnudos de Aniol se volvieron a arquear y yo saqué mi boca del dedo gordo del pie derecho de mi chico, de mi Aniol, y así empecé a chuparle el siguiente dedo del pie. Aniol, entre jadeos de agotamiento, me gritó entonces:

-¡Aaaah…! ¡Joder…! ¡Para, hijo de puta! ¡Hasta cuándo va a durar esta mierda!

Mi lengua resiguió el contorno de la uña de aquel segundo dedo del pie derecho que le chupaba a Aniol. Luego, ya habiendo succionado bastante, dejé en paz el dedo del pie de mi Aniol y en cambio, bajé mi nariz por la zona abombada y más bien rojiza de más abajo del inicio de los dedos del pie. De este modo, volví a oler y esnifar a fondo aquel peste que desprendía la planta del pie derecho de mi descalzo Aniol mientras que al mismo tiempo le contestaba con una sonrisa siniestra a su pregunta anterior:

-¡Quédate relajadito, Aniol “pies apestosos”! Tus pies grandes, descalzos y malolientes son propiedad mía de forma indefinida, así que no sé cuándo voy a acabar con todo esto que tú llamas “mierda”…

-¡Puto freak asqueroso!- me interrumpió Aniol rojo de ira –No sigas…, déjalo ya… ¡Déjanos marchar a Anaís y a mí!

Yo hice un movimiento de negación con la cabeza para que le quedara claro a Aniol que mi explotación de sus enormes pies descalzos todavía no había terminado. A continuación, cogí saliva y aliento y me metí en la boca el tercer dedo del pie derecho de Aniol, el siguiente al dedo gordo y al segundo que ya había chupado. Como ya era mi costumbre, chupé y ensalivé bien aquel dedo del pie derecho de Aniol y reseguí con la lengua el contorno de su uña. Aniol dio un par de tumbos hacia atrás con sus piernas, para liberar sus tobillos. Pero al verse superado por todos sus intentos de resistencia (sin éxito), Aniol acabó mirando al techo, jadeando de cansancio y con la respiración a cien, mientras yo me sacaba de la boca aquel tercer dedo del pie derecho de mi Aniol y me dirigía hacia los dedos más pequeños y últimos diciendo en voz alta:

-¿A ver qué gusto tienen estos deditos de tu pie derecho, Aniol? Al menos no están escocidos como los del pie izquierdo…, ¿eh?

Aniol apretó los labios, serio e intentando contener la rabia. Sin embargo, el cuerpo de Aniol temblaba de los nervios y su respiración seguía siendo rápida. Yo me metí ya en la boca el penúltimo dedo del pie derecho de Aniol y lo saboreé…, lo saboreé a fondo y después, una vez reseguido el contorno de la uña de ese dedo, alejé mi boca de él. Aniol arqueó los dedos de sus pies descalzos mientras que volvía a mover las piernas hacia atrás, cosa que era totalmente en vano. Solo servía, el movimiento frenético de Aniol, para acrecentar el tufo que emanaba de sus pies desnudos e iba directamente a mi nariz. ¡Oh, qué placer! Y claro, bajo el peste de los pies descalzos de Aniol que sobrecargaba el ambiente, yo no me pude estar de seguir con lo que tenía empezado y planificado. Me metí en la boca y chupé con muchas ansias el dedo pequeño del pie derecho de Aniol, resiguiendo también con la lengua el contorno de la uña-uñita de ese dedo. Y bien, ya estuvo…, ya había chupado, besado y lamido los pies descalzos de Aniol y, sobre todo, probado todos los dedos de esos pies, los diez. Así que alejé mi boca del dedo pequeño del pie derecho de Aniol y, de forma paralela, le solté los tobillos que le había estado sujetando con mis manos. Aniol me miró fugazmente con cara de perplejidad y con una respiración que seguía siendo rápida y tensa. Pero al verse liberado de la presión de mis manos, Aniol enseguida desvió la vista de mí y, con una expresión de asco, dobló las rodillas y alejó sus piernas y sus pies descalzos de mi lado y, claro, apoyó las plantas de esos pies en el colchón, ocultándomelas. Ahora, Aniol se dedicó con furia y diligencia a fregar las plantas de sus grandes pies desnudos sobre el colchón de la cama, una y otra vez, con asco y horror en la expresión de su cara. Yo observaba a Aniol divertido y con interés y, al final, no pude evitar reír y reír a carcajadas por ver la preocupación repentina de Aniol por sus propios pies descalzos. Y Aniol, al oír mis risas, no paró de fregar las plantas de sus pies desnudos sobre el colchón, pero sí que me miró a la cara con un odio extremo y me gritó:

-¡Maldito cabrón…! ¡Me has dejado los pies llenos de tus putas babas, joder!

Aniol bajó los ojos de nuevo a sus pies descalzos sobre el colchón y arqueó levemente los dedos de esos pies, en un escalofrío, mientras que continuó con aquel fregamiento obsesivo sobre el colchón de la cama. Yo, viendo que tan solo la aterrada Anaís y mi colega Nacho me miraban, aproveché para poner en práctica una buena sorpresa para el distraído y tenso Aniol. Abrí la caja de pizza que había al lado de la pata de la cama y la arrastré con la mano hasta que estuvo posicionada en el lugar que me convenía. ¡Aquella pizza barbacoa con doble de cebolla, de dentro de la caja, que había traído mi pizzero Aniol tenía tan buena pinta…! Entonces, me puse manos a la obra y le agarré por sorpresa y otra vez los tobillos a Aniol, empujando sus piernas y sus pies descalzos hacia más allá del borde del colchón y de la cama. Aniol, sobresaltado y nervioso, me preguntó en tono de indignación:

-¡Eh, qué haces!

Me relamí y continué empujando las piernas y los pies descalzos de Aniol por los tobillos que le agarraba. Ahora, Aniol veía como sus enormes pies desnudos sobrepasaban ya el margen de la cama y yo los hacía descender hacia la suculenta pizza barbacoa que había acabado de poner estratégicamente al pie de la cama. Quizá no hacía falta…, pero me regocijé explicándole a Aniol:

-¿Qué pasa, Aniol? ¡Quiero probar tus pies descalzos bien aderezados y mezclados con la rica pizza barbacoa que has traído!

Aniol abrió los ojos como platos, horrorizado y seguramente que más asqueado que nunca, y arqueó y movió como loco los largos y varoniles dedos de sus pies desnudos que ya bajaban rectos e irremediablemente, empujados por mí, hacia la jugosa pizza. El pobre Aniol no tardó en exclamarme ante lo que se avecinaba:

-¡No…, no…, no! ¡Hijo de puta…! ¡Ya está bien de guarradas y mariconadas con mis pies, joder! ¡Noooo!

La contrafuerza que Aniol hacía con las piernas no le sirvió de nada y yo le acabé clavando las plantas de los pies descalzos a mi Aniol sobre la pizza barbacoa, que ya no estaría nada caliente, por cierto. Aniol cerró los ojos y tragó saliva con el ceño fruncido en una mueca de dolor, seguro que sintiéndose frustrado, humillado y desesperado. Los enormes pies descalzos de Aniol se habían ajustado perfectamente en la esponjosidad de los ingredientes de la pizza, hundiéndose levemente en ellos y también quedando rodeados por ellos, claro. Cebolla, queso mozzarella, bacon, la aceitosa salsa especial de Nando…, todo aquello rodeaba los pies descalzos de Aniol y se pegaba por otra parte a las plantas de esos pies de mi juguete, de mi Aniol. Yo volví a hablar de muy buen humor a Aniol, que abrió los ojos para mirarme con odio, y le dije sujetándole y presionándole bien los tobillos en la pizza barbacoa:

-Bien…, Bien… Muy bien, Aniol, deja la huella de tus pies descalzos, grandes, bonitos y sensuales en la pizza barbacoa. Así…

Con estas palabras, di un empujón por los tendones de Aquiles de los pies desnudos de Aniol y así conseguí que, contra la voluntad de mi Aniol, sus pies descalzados, y con los dedos de esos pies arqueados en un intento de freno, avanzaran una poca distancia entre la salsa, el queso, la cebolla y el bacon. De esta manera, cuando desclavé los pies descalzos de mi Aniol de la pizza y los subí hacia arriba, con las plantas de esos pies encaradas a mí, no solo había rastros de salsa especial, de queso que había formado unos hilos de telarañas que aún se comunicaban con el suelo y de cebolla a lo largo de las amplias y largas plantas sino que también había trozos de cebolla y de jugos de salsa y queso entre algunos de los dedos de esos pies, los pies descalzos de mi Aniol. Todo aquello era júbilo para mí: la visión de las plantas de los pies de Aniol impregnadas de los ingredientes de la pizza barbacoa… Estaba listo y no podía esperar. Corté con los dientes uno de los muchos hilos de queso pegados a las plantas de los pies desnudos de Aniol y lo fui siguiendo, mientras que Aniol intentaba de nuevo librar sus tobillos de mis manos tirando las piernas hacia atrás y chillándome jadeante y desesperado:

-¡Aaaaah! ¡Noooo! ¡Asqueroso de mierda!

CONTINUARÁ…

1 comentario:

  1. woa!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! creaste una obra de arte con la cereza del pastel, la pizza!!!

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